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Confesiones de un adicto a Photoshop (parte II)

Confesiones de un adicto a Photoshop (parte II):

<<< viene de la primera parte


También temía el contacto con la gente, pues sospechaba que un simple roce podría bastarles para hacerme una selección por rango de color, así que empecé a usar cada vez más el coche. Además, dentro del vehículo podía quitarme la máscara de soldador, pues entraba en un mundo distinto donde el parabrisas enmarcaba mi lienzo, mi recorte de la realidad (¡y con filtro degradado incorporado en la parte superior del cristal!). La carrocería del vehículo venía a ser como una gran máscara de recorte. El asfalto era un gris medio, ideal para fusionar en algún modo de contraste sin afectar al resto de la imagen. Y las líneas de los carriles funcionaban perfectamente como guías: solo tenía que activar Ajustar a (Snap to) para pegarme a ellas automáticamente. Me sentía tan a gusto conduciendo, que terminé cambiando el volante por una tableta gráfica, y el cambio el de marchas por un ratón. Así disfrutaba más del desenfoque radial tipo “zoom” que se producía cuando iba muy rápido.




La percepción de estelas en los movimientos, como si el tiempo

de exposición de la cámara fuese bajo, es uno de los primeros

síntomas de que algo anda mal.


Decidí ir más allá y optimizar mi coche empleando criterios ópticos y digitales: primero, ajusté el tono de mis faros con un calibrador para evitar dominantes indeseadas por la noche, e hice lo propio con los intermitentes para conseguir un naranja casi puro. Y, ya puestos, también pedí al ayuntamiento que calibrase el rojo y el verde de los semáforos para que fuesen exactamente #FF0000 y #00FF00, pero hicieron un CTRL+F4 con mi petición. En el trabajo tampoco quisieron poner la fotocopiadora en el modo Color Lab como les pedí, ni aceptaron calibrar la porquería de monitor que me obligaban a usar. No solo eso: cuando el jefe descubrió que me había instalado el Photoshop en la oficina y que me pasaba el día procesando fotos, crearon una acción llamada “Despido” y la ejecutaron sin contemplaciones: fue como un ALT+F4 fulminante. Supe entonces cómo se sentía un plugin cuando lo desinstalas.


Llegó un momento en que la realidad se me hizo insoportable, por más que intentase ajustarla mentalmente. Los días me parecían largas exposiciones de 24 horas, interminables goteos de fotones donde todo se mezclaba sin ton ni son. Quizá me había vuelto loco y la realidad no era una fotografía, sino un vídeo. Pero entonces, ¿cuántos cuadros (frames) por segundo tenía? Empecé a prestar más atención para intentar detectar el momento en que las cosas cambiaban de cuadro, sin éxito. Asumí, por tanto, que vivía atrapado en una imagen cambiante. ¿Un gif animado, quizá? Esta posibilidad me resultaba estremecedora, así que para averiguarlo, fui tomando muestras con un cuentagotas hasta confirmar que existían más de 256 colores distintos. Solo entonces me quedé tranquilo. Además, la técnica de coleccionar colores con un cuentagotas me pareció tremendamente útil: ¿cómo había podido vivir sin una paleta de colores que contuviera los tonos que más empleo para la ropa, mi color de piel, etc.? Fue así como empecé a tomar referencias de todos los colores que encontraba, pero poco duró mi felicidad, pues los colores cambiaban según la intensidad del sol y la nubosidad. Estaba claro que alguien, quizá un programa superior, controlaba la paleta del mundo. Esa entidad había definido el tamaño de documento del cosmos, la proporción de aspecto de los átomos, el balance de blancos de las distintas horas del día. Ese “alguien” era el Dios Adobe – no podía haber otra explicación.




En la fase intermedia/avanzada de la adicción, el afectado comienza a

atribuir
propiedades divinas o alienígenas a la luz natural, que escapa

al
efecto de sus capas de ajuste y equilibrios de blancos digitales.


No trabajaba ni ganaba dinero, así que acabé perdiendo uno de mis plugins, el coche. Esto hizo que el puntero de ratón que me desplazaba por las calles se volviera más lento, pero también más preciso. No fue tan malo. En cambio, me resultaba irritante recibir constantemente ventanitas de aviso del banco, empeñado en aplicarme un proceso por lotes llamado “hipoteca”. Me ofrecieron la posibilidad de acoplar todas las capas de mi documento y reducir su tamaño, cosa que por descontado no acepté. Hasta que un buen día, el candado de la capa Fondo (Background), en la que me había alojado cómodamente durante tantos años, ya no se abría con mi llave. Fue así como terminé viviendo en la capa “Desahucio” permanentemente. Era una nueva capa a la que alguien había cambiado el nombre. Y cada noche, al guardar mis PSDs y acostarme sin la capa de fondo debajo, sentía en la nuca el frío aliento del entramado de cuadrados grises y blancos, como las baldosas de la acera, acechándome con su desalmada transparencia, intentando arrastrarme hacia su angustioso vacío geométrico. Soñé que me habían quitado la casa y que dormía en la calle, pero los recuerdos son cada vez más confusos y desordenados. De hecho, el tiempo perdió su sentido el día que me di cuenta de que fecha y hora no eran más que simples datos EXIF, datos totalmente irrelevantes. Desorientado, caminaba por las calles tratando de alcanzar el filtro Punto de fuga en el horizonte, creyendo que allí encontraría alguna respuesta que me permitiese clonar mi pasado en perspectiva. Pero nunca conseguía llegar hasta él.




Cuando la capa Fondo no está, los ratones bailan. Y el

entramado de cuadrados grises y blancos se relame.


Quise reducir el tamaño del mundo para tener una mejor perspectiva, pero no podía: no había lupa que pulsar, no había atajo de teclado que funcionase. Desesperado, traté de mover la realidad con la mano, igual que cuando mantenía pulsada la barra espaciadora para mover la imagen por la pantalla. Tampoco funcionó, pero al hacerlo, me fijé en mi mano y me pareció verla ligeramente transparente, como si estuviera perdiendo opacidad o tuviera un modo de fusión Trama o Luz suave. Pero mi sombra, que era un estilo de capa, parecía tan sólida como siempre. Por tanto, no era opacidad lo que estaba perdiendo, sino relleno, quizá por lo flaco que me había quedado de no comer. Me alarmé.




La percepción del propio cuerpo como algo extraño o

distorsionado suele crear conflictos irresolubles en la

mente de los Photoshoperos más afectados por su adicción.


Busqué mi reflejo en una especie de escaparate cercano. Me veía invertido, como si fuese una transformación con volteo horizontal, pero subexpuesto. Angustiado, comprobé que me faltaba contraste, color, nitidez… Tenía el histograma en los huesos, el CTRL+Z con amnesia, la tolerancia a cero, las gamas tonales brutalmente posterizadas. Noté cómo hasta el alma se me ponía en blanco y negro con el método Rob Carr, y entonces todo empezó a dar vueltas como en un desenfoque radial con método giratorio, y con cada giro, una especie de calado iba desvaneciendo progresivamente el contorno de mi cuerpo. Me mareé, sucumbí al peso de todas las capas de ajuste con las que cargaba y caí medio desmayado sobre la barra de tareas. Un degradado lineal de negro a blanco empezó a barrer mi mirada, y durante esos interminables segundos, deseé que mi vida fuera un Objeto inteligente para poder arreglar las cosas, o que por lo menos mi paleta de historia me permitiese retroceder hasta el estado correspondiente al día en que todo empezó a ir mal. Pero no podía, y la opción Archivo/Volver tampoco funcionaba: estaba en gris, como si no hubiera guardado el documento. ¿Lo había guardado? ¿Con qué nombre? ¿En qué formato? ¿Dónde? Lo último que recuerdo es que mi visión se viñeteaba más y más, hasta que todo se llenó de #000000 de esquina a esquina.




El reflejo de las cosas en un espejo o cristal solo desconcierta

a los adictos cuando es lo suficientemente grande.




Pasó un espacio de tiempo indeterminado. Los recuerdos son confusos: colores invertidos, luces quemadas, memoria ram agotada.




Cuando desperté, me sentía distinto. Me habían quitado el casco de soldador y las gafas, y sentí que me reencontraba, al menos en parte, con un mundo que había olvidado. Descubrí que estaba en un psiquiátrico donde todo se veía en blanco y negro y la curva de contraste era horriblemente lineal. Unos señores vestidos de #FFFFFF vinieron con unas pastillas redonditas y con la dureza al 100% – parecían sacadas de la paleta de pinceles. Inicialmente, me negué a tomarlas, pero acepté cuando me dijeron que eran servidores del Dios Adobe, y que las pastillas eran plugins que me ayudarían a ver la realidad en HDR, como en mis fotos. ¿O serían doctores que me engañaron para medicarme? Fuera como fuera, con el paso de los días empecé a ver las cosas otra vez en color y con un contraste razonable. Redescubrí el placer de mirar un cielo azul y deslumbrarme, la nitidez natural de las cosas, el desorden propio de las calles. Las arrugas, los pelos fuera de sitio, las dominantes anaranjadas de los atardeceres, la libertad de guardar los calcetines en un cajón sin tener que respetar la regla de los tercios. Fue como hacer un CTRL+N y empezar de cero: volví a aceptar la realidad tal como era, tal como es.




Es especialmente importante evitar la visión de histogramas RGB

por parte del paciente durante la primera fase de la recuperación.


Actualmente, llevo una vida casi normal, aunque los médicos me han prohibido encender el ordenador ni que sea para jugar al Buscaminas. Y, por supuesto, se acabó lo de retocar las fotos. El único procesado que tengo permitido es elegir entre “brillo” y “mate” cuando llevo las fotos a imprimir, y siempre bajo la supervisión de mi terapeuta. Cualquier cosa que vaya más allá de eso podría causarme una grave recaída. Porque aunque no vuelva a tocar el Photoshop en lo que me queda de vida, yo ya siempre seré un photoshopahólico.


Así que ya ves: por ese dichoso programa, perdí a mi familia, mi trabajo y mi casa, y por poco no me perdí a mí mismo. Pero tú, tú que lees esto, todavía estás a tiempo de evitar la catástrofe. No dejes que Photoshop te haga lo que a mí. No empieces, porque si empiezas, siempre querrás un poco más de saturación, unos blancos más luminosos, unos negros más sólidos, un mejor enfoque. Más contraste y menos ruido.


Cuando quieras darte cuenta, la realidad ya no será la realidad: será un gran defecto. Y tú, un esclavo condenado a corregirlo… píxel a píxel.

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